Por Inés Franceschelli y Ángel Tuninetti
Introducción
La gestión del tiempo determina el derrotero de las culturas, y está a su vez determinada por intereses, relaciones de poder y formas de organización social. Siendo el tiempo el único recurso genuino con que contamos a lo largo de nuestra vida y sobre el que se nos permite tomar decisiones, analizar cómo lo usamos, para qué lo usamos, es un interpelante ejercicio conducente a producir mayor o menor bienestar.
En el presente ensayo pretendemos describir cómo la historia de la alimentación humana, desde la aparición de la agricultura hasta nuestros días, ha modificado el uso del tiempo para acceder a alimentos, recurso fundamental para la vida.
La producción de los alimentos
La existencia del Homo sapiens data de aproximadamente 315.000 años. Desde antes de ser sapiens, y durante la mayor parte de la historia de los homínidos, nos alimentamos a partir de la caza y la recolección de alimentos. Sin embargo, estas prácticas fueron muy diferentes en distintos momentos de ese derrotero; los cambios han transformado no solo nuestras sociedades, sino también nuestra biología.
Durante el paleolítico, la dieta de nuestros ancestros se basaba en frutas, raíces, insectos, carroña y eventualmente carne de caza. Se calcula que hace unos 500 mil años (probablemente el Homo erectus) se dio un hecho revolucionario, el control y uso del fuego, que produjo impactos radicales: la cocción ablandó los alimentos, mató patógenos y desbloqueó más nutrientes y calorías. Esto permitió el crecimiento del cerebro, gran consumidor de energía, lo que determinó la evolución hacia Homo sapiens. La posibilidad de ablandar granos duros, o de extender la duración de la carne (la carne cocida se conserva más que la cruda), significó una importante ganancia de tiempo y energía para aquellos parientes.
Ya en el neolítico, hace unos 12.000 años, algunas comunidades humanas fueron desarrollando y adoptando tecnologías que permitieron la aparición de la agricultura y la ganadería. Cultivos como trigo, cebada, legumbres y la domesticación de vacas, ovejas y cabras en el Viejo Mundo; y maíz, mandioca, ajíes, tomates, y la domesticación de llamas, perros, pavos, patos, etc. en el continente americano, facilitaron dos cambios radicales: la sedentarización y organización de los grupos humanos en comunidades más complejas, y la acumulación de excedentes, lo que dio lugar a que quienes podían controlar la disposición de esos excedentes ocuparan lugares privilegiados en estas sociedades.
Todos los estudios antropológicos de sociedades pre agrícolas ponen en evidencia que esa adopción tecnológica significó un incremento sustancial de horas de trabajo. Mientras que la mayoría de los cazadores recolectores no invierten más que unas 3 horas diarias de trabajo en promedio, los agricultores y ganaderos destinan no menos de 8 horas por día, que se incrementan hasta 12 en temporada de siembra o de cosecha. Lejos de mejorar la calidad de vida de las personas implicadas, la agricultura generó la aparición de enfermedades infecciosas (debido a la cercanía con animales domésticos y a la densidad poblacional), la aparición de la desnutrición (por la dependencia de unos pocos cultivos), y problemas musculoesqueléticos (por el trabajo físico).
La abundancia de recursos y la sedentarización permitieron un incremento en la tasa de reproducción, ampliando la cantidad de hijos. Ese crecimiento de la descendencia aparecía como un factor diferencial de éxito, dado que más hijos significaban más manos para trabajar, lo que podía contribuir a mejorar la posición social de la familia. Aquellos humanos no podían imaginar el impacto que el crecimiento demográfico tendría en el equilibrio natural.
A pesar de los problemas, las diferentes sociedades humanas fueron adoptando la agricultura y la ganadería como las tecnologías fundamentales para el aprovisionamiento de alimentos. Desde los primeros cultivos hasta mediados del siglo XX las mejoras tecnológicas en estas disciplinas habían sido mínimas: pequeños cambios en el diseño de azadas, machetes y hoces; sembradoras manuales artesanales, arados y cosechadoras movidas por tracción a sangre. Después de diez mil años de desarrollo, este modelo productivo había logrado una cierta sostenibilidad, y las y los agricultores habían logrado un uso del tiempo relativamente organizado. A medida que la agricultura y la ganadería se hicieron más eficientes, permitieron que un menor porcentaje de la población se dedicara a la producción de alimentos, creando sectores sociales cada vez más amplios que el único tiempo que necesitan para conseguir alimentos es el tiempo necesario para comprarlos o intercambiarlos.
Sin embargo, esa sostenibilidad ha sido rota por la actual fase del capitalismo, extractivo ultra neoliberal.
De la producción de alimentos a la producción de mercancías
A mediados del siglo XX una política imperial impulsada por los Estados Unidos cambió radicalmente la agricultura: la llamada Revolución Verde, que consistía en la promoción de la siembra directa, y se vendía como una mejora tecnológica que permitiría cuidar mejor los suelos, y a los agricultores “ganar tiempo y disminuir el trabajo”.
La técnica consiste en sembrar sobre los rastrojos del cultivo anterior, sin arar. Si bien es cierto que la eliminación de las tareas de arado implica una reducción de los esfuerzos, esta siembra requiere el uso de sembradoras “especiales”, mecanizadas, con cuchillas que puedan romper esos rastrojos. Ese primer cambio ya hace al agricultor dependiente del dinero necesario para comprar las sembradoras, el tractor, etc., lo que lo obligará a incrementar la superficie sembrada y a vender más tiempo de vida para generar más dinero para poder aplicar la técnica.
Por otra parte, al no labrar, las semillas de malezas y los patógenos que quedan en los rastrojos no se entierran. Esto requiere un manejo integrado más estricto, que implica el uso de herbicidas, insecticidas, acaricidas, es decir, un coctel tóxico que hace nuevamente dependiente al agricultor, que trabajará aún más horas para poder comprarlo.
En la práctica, la revolución verde fue la imposición del uso de semillas patentadas “de alto rendimiento”, agrotóxicos, maquinarias, un paquete tecnológico que hizo a los agricultores altamente dependientes de insumos que ellos no podían producir. Además generó un oligopolio de empresas que desarrollaron estas tecnologías, expandió las fronteras agrícolas aumentando drásticamente las superficies de cultivos, y reduciendo al mismo tiempo de manera dramática la agrobiodiversidad (se estima que, de la diversidad genética desarrollada durante los 12.000 años de historia agrícola, se ha perdido el 75%).
Sintéticamente, la revolución verde cambió la agricultura, de ser una tecnología aplicada a la producción de una necesidad básica -aun cuando produzca excedentes (no necesarios)- a otra tecnología de alto costo ecológico y social, orientada a producir lucro concentrado en la forma de mercancías.
El modelo productivo que este cambio inició es hoy el de los “agronegocios”, primeros responsables de la emisión de gases de efecto invernadero, causantes del cambio climático.
La forma de alimentarnos
Los agronegocios no solo han significado un cambio radical en la forma de producir alimentos, sino además en la forma en que nos alimentamos. El “nuevo” sistema alimentario, desde aquella década de los 50 hasta hoy, ha desarrollado pautas que se presentan como una gran ganancia de tiempo, aunque en la realidad implican una enorme pérdida para los humanos.
La imposición de monocultivos y la pérdida de agrobiodiversidad han generado tal homogeneización genética, que hoy solo 12 especies vegetales y 5 especies animales representan el 75% de los alimentos consumidos a nivel global. Estas especies tenían antes decenas de variedades; ahora solo unas pocas alimentan al mundo (y en muchos casos son híbridas o genéticamente modificadas). Por ejemplo, solo el arroz, el maíz y el trigo aportan casi el 60% de las calorías de origen vegetal del mundo, y el pollo es el ave más numerosa del planeta.
Una de las alteraciones genéticas más buscadas con la homogeneización es el acortamiento de los ciclos reproductivos y de crecimiento de diferentes especies. Lo mismo sucede con razas de animales “mejoradas” para poder ser faenadas en plazos más breves. Cuando se comenzó la cría industrial de pollos en la década de 1950, se necesitaban 100 días para que un pollo estuviera listo para la faena. En la actualidad, se faenan a los 42-45 días. ¿Ese acortamiento del tiempo, implica mayor calidad? En absoluto: tan sólo apunta a la renta.
La globalización alimentaria.
La globalización productiva también implica la globalización alimentaria. Hoy nos parece normal consumir naranjas en verano, o sandía en invierno; aunque la naturaleza ha previsto la maduración de los cítricos en invierno, porque es en esa estación que necesitamos su vitamina C, o la maduración de la sandía en verano, que es cuando necesitamos más líquidos. Igualmente nos parece normal comer cerezas (chilenas) o manzanas (argentinas) en Paraguay, aunque estas frutas sean prácticamente imposibles de producir en nuestro país.
Esa alteración de los ciclos biológicos implica un desconocimiento de los tiempos y los espacios necesarios para que la vida se exprese, sin mencionar el impacto que el desplazamiento de esas esas especies implica en emisión de gases de efecto invernadero proveniente del uso de combustibles fósiles, y el impacto que esos seres vivos “inventados” causan en los ecosistemas.
Ejemplos interesantes de la alteración de la gestión de alimentos “para ganar tiempo”:
Calditos. Un paquetito de grasas vegetales genéticamente modificadas, con exceso de sal, exceso de condimentos, y algunas hebras de vegetales; o, en el caso de los calditos de pollo o carne, residuos de grasas animales, sal y condimentos. Se venden como una solución “práctica” y “rápida” en remplazo de las sopas y los guisos. En la práctica implican una ingesta no saludable; la pérdida de la diversidad cultural en la dieta; la pérdida de agro bio diversidad (lo que no se consume, no se produce y desaparece). Aunque es cierto, se gana el tiempo que antes usábamos para limpiar y cortar las verduras.
Nixtamalización. En Mesoamérica, desde tiempos inmemoriales la dieta humana se basa en el maíz nixtamalizado. En Paraguay y en todo el territorio de los pueblos guaraníes, que también adoptaron este cultivo como base nutricional, el avati se consumía previo kaguyjy. La nixtamalización o kaguyjy consiste en someter los granos de maíz seco a un medio alcalino (cal o ceniza) para luego remojarlos, lavarlos consumirlos. Este proceso no solo ablanda el grano y facilita su molienda, sino que también aporta beneficios nutricionales clave, como la adición de calcio y el aumento de vitaminas, y ayuda a reducir micotoxinas, mejorando la calidad de alimentos, y aumentando su digestibilidad. Hoy ya no se realiza este procedimiento, y estudios recientes asocian varios de los “nuevos” trastornos alimentarios con esta “ganancia de tiempo”.
Verduras cortadas en bolsas de plástico. Aunque en Paraguay no es muy común aún, en todo el mundo es más frecuente que los supermercados vendan verduras lavadas y cortadas, envasadas en bolsas de plástico, para acelerar y facilitar su consumo. “Ganamos” tiempo, a cambio de incrementar el consumo de plásticos.
Ramen y otros ultra procesados. Las comidas “listas para el consumo” implican procesos previos de cocción en aceites genéticamente modificados, excesos de grasas, sal y azúcares, adición de conservantes, colorantes, saborizantes químicos. El impacto de los alimentos ultraprocesados es gravísimo; son la causa de las epidemias de obesidad, alergias e intolerancias alimentarias, diabetes, hipertensión, y hasta enfermedades neurológicas y cáncer. Ganamos tiempo y ganamos enfermedades.
La comida rápida. Cada vez más los humanos recurrimos a sándwiches, pizzas, snacks, con altísimo impacto en nuestra salud y en los ecosistemas. En la mayoría de las ciudades millones de trabajadores se ven forzados a consumir sus almuerzos parados, en locales hacinados y ruidosos, ingiriendo cosas para comer que están muy lejos de ser alimentos.
La resistencia
Slow Food. Ya en los 80 del siglo pasado surgió en Italia un movimiento a contramano de los valores de consumo de esa época, cuando Fukuyama hablaba del fin de las ideologías, y Reagan y Thatcher afirmaban la fortaleza de occidente basada en el control financiero global. Cuando en Roma se abrió un McDonald’s, un grupo de italianos fundó el movimiento Slow Food, defendiendo el placer gastronómico y las tradiciones locales. El movimiento tiene más de 100 mil miembros y está presente en 160 países; promueven productores artesanales, eventos educativos y mercados locales. Sus postulados se basan en tres pilares interconectados: Bueno: Alimentos sabrosos, frescos y de alta calidad que reflejen la cultura local; Limpio: Producción sostenible que no dañe el medio ambiente, respetando la biodiversidad; Justo: Precios accesibles para consumidores y condiciones equitativas para productores.
Soberanía alimentaria y agroecología. A mediados de los 90 la Vía Campesina postuló el concepto de soberanía alimentaria, en oposición al de seguridad alimentaria desarrollado por FAO. Mientras que este organismo de las Naciones Unidas hablaba del derecho de los seres humanos a acceder a alimentos, la Vía Campesina puso en cuestión qué alimentos permiten la vigencia de ese derecho, e incorporó la idea del derecho de los pueblos a decidir qué y cómo producir, es decir, a defenderse de la imposición de una agricultura empresarial, postulando también la adopción de técnicas agroecológicas, es decir, producción diversificada, en fincas que integran animales y vegetales, sin uso de fertilizantes químicos ni agrotóxicos. Hoy estos postulados integran la agenda de diversas corrientes ambientalistas, progresistas o de cambio sistémico.
Conclusión
La gente es cada vez más consciente de que el modelo alimentario industrial impuesto por el capitalismo no sólo no es sostenible, es dañino. Esto explica el creciente interés en las ferias de producción agroecológica, los alimentos artesanales, los huertos urbanos.
Pero la producción, procesamiento y cocción de alimentos buenos, saludables y soberanos requieren tiempo, eso es innegable. Cuando se le pregunta a la gente hoy si producen sus alimentos, o si cocinan, la mayoría (especialmente en las generaciones más jóvenes) dirán que no. ¿Por qué no? Por un lado, por una pérdida cultural: No saben cómo hacerlo. Pero la respuesta más común será: “No tengo tiempo”.
Es inexplicable que hagamos estos cambios tecnológicos que empeoran nuestras condiciones de vida y nos ofrecen un tiempo menos vital. La única respuesta lógica es que estamos satisfaciendo la necesidad de acumulación de una minoría.
Si desde los comienzos de la Revolución Industrial, gran reguladora del tiempo humano, la tecnología ha tenido como meta principal ganar tiempo y producir más; si la agricultura se ha convertido en una tecnología compleja para ganar dinero y producir más, la pregunta que le dejamos a los lectores son: ¿Adónde se fue ese tiempo que supuestamente ganamos?
Estas consideraciones no pretenden ser un estudio académico ni exhaustiva sobre el tema, sino un punto de partida para la reflexión. Algunas lecturas fundamentales son: Yuval Harari, Sapiens: De animales a dioses: Una breve historia de la humanidad; David Graeber y David Wengrow, El amanecer de todo: Una nueva historia de la humanidad; Marvin Harris, Bueno para comer: enigmas de alimentación y cultura; Valeria Campos Salvaterra, Pensar/Comer: Una aproximación filosófica a la alimentación; Soledad Barruti, Mala leche: el supermercado como emboscada, y Malcomidos: Como la industria alimentaria nos está matando.